A veces pienso en mi como una extraña que tiene y cuenta mil historias, imagina tramas, amoríos secretos, encuentros fugaces, ventanas, encuadras. Saca fotos de rollo de pura nostalgia, o porque cree en la magia o le quedan algunos pocos objetos sagrados.
Me contó que volvió y buscó en ciertas personas amigos que había dejado hace un tiempo. Que algunos encontró como siempre, que otros encontró mejor, que algunos ya no estaban. Se habían transformado en tormentos del tamaño de un vaso cervecero, una botello de litro o un balde. Me dijo que de esas nubes llovían preguntas sobre quién era ella, si hacía bien, qué esperaba después de todo. Y de aquel grupo de amigos, le pregunté, de aquella dinámica colectiva, de aquella risa contagiada, de esa sensación de pertenecer, dónde están esos. Había vuelto, me dijo, a una de sus reuniones. Se había sentado en la silla con otros que ahora sentía cercanos. Estaba nerviosa, fumaba cigarrillos prestados y hablaba rápido.
Me contó que fue como la huerta de su abuelo. La última vez que fue a visitarlo le preguntó cómo la traía, y fue a ver en qué estado estaba. Ella solía ayudarlo a mantener las plantaciones sanas cuando era chica y hacía mucho que no pisaba esa tierra. La huerta ya no estaba en el cuadro del molino, ahora quedaba al lado de la cabaña. No había papas, pero había muchos zapallos. Tampoco zanahorias o frutillas. Los tomates seguían ahí, pero eran más cortas las filas y estaban desprolijos. Los arregló, para que no se pudriera el fruto. Sujetó las ramas a las cañas, ajustó hilos de plástico verde, enterró bien las guías. Realmente todo había cambiado, sólo algunos rastros quedaban de la vieja huerta. Eso, y la tierra, que nunca dejó de ser buena. Siempre podría sacar de ella lo que quisiera.
1 comentario:
Demasiado bueno para que no escribas mas.
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